Estos días una amiga ha tenido la suerte de leer por primera vez Cien años de soledad, un libro que tiene uno de los mejores comienzos jamás escritos:
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.
Una frase impactante, descomunal, irrepetible. No quiero ni imaginarme cuantas veces la reescribió Gabriel García Márquez hasta que quedó con la forma que todos conocemos, e incluso podemos citar de memoria. Como lector de Cien años de soledad, agradezco todo el esfuerzo que puso en alcanzar la excelencia. Como lector de decenas de libros escritos después, preferiría que no la hubiera escrito nunca, que la novela hubiera empezado en la segunda frase. No habría pasado nada, la novela seguiría siendo excepcional, y nos habríamos ahorrado un montón de primeras frases de libros que buscan impactar al lector a cualquier precio.
Bueno, en realidad lo que me gustaría es que todos estos buscadores de la "frase del millón de dólares" se dieran cuenta de que impactar es solo una función menor dentro de las que debe desempeñar el comienzo de un libro. En este caso, además de las funciones básicas (fijar el tiempo, el estilo, el narrador y demás características del texto), la frase proporciona una anticipación que crea en el lector, desde la primera línea, la sensación de fatalidad que el autor quiere tenga presente a lo largo de todo el libro, a la vez que sitúa la narración en un mundo como el que conocemos, pero ligeramente diferente, como más nuevo, todavía por descubrir, con misterios por desvelar, como el hielo. Dos líneas y García Márquez consigue imprimir en el lector las sensaciones de maravilla y fatalismo, eso es lo que hace magnífico este principio.
Dicen que en las ramas de los árboles calcinados anidan ángeles negros, y que su prole se alimenta de lágrimas y ceniza.
Es una imagen brutal, sin duda, con un elevado contenido poético. Lástima que se encuentre muy por encima del nivel del resto de la novela, y que el desnivel entre ambos se salve en las cuatro líneas más que tiene el primer párrafo:
Como cualquier otra de las historias que los niños escuchan de boca de los amargados, su credibilidad se asienta sobre hechos contrastados. Los ángeles caminan por las ruinas del mundo y su mirada quiebra los corazones que aún laten en los pocos supervivientes.
Con este comienzo, Eximeno da falsas pistas en cuanto al tono y estilo del narrador y crea expectativas en cuanto a la importancia que tendrán los ángeles negros que no tiene la menor intención de cumplir. Es más, en el libro tienen más protagonismo los "resucitados" que los ángeles, y no son mencionados hasta la segunda página.
El resultado de priorizar la visualidad sobre la funcionalidad y coherencia es que el lector se decepciona cuando llega al segundo párrafo, que es el primero de verdad de la novela:
No ha transcurrido ni un día desde que ellos aparecieron. No transcurrirá ninguno por mucho que lo deseemos.
El simbolismo ha desaparecido, las frases se han acortado y el tono se ha vuelto directo, sentencioso y agresivo. Durante los siguientes párrafos ambos estilos se alternarán, creando confusión, hasta que este segundo estilo predomine. Conforme avance en la lectura del libro, el lector olvidará el primer párrafo porque realmente no forma parte de la narración pero seguirá pensando que algo falla, que no está leyendo lo que le habían prometido.
Este problema concreto se soluciona buscando una mayor integración del comienzo del libro con el resto de la narración. Conseguir esto es bastante más fácil que escribir una línea que sea recordada durante generaciones. Un ejemplo notable de esta forma de empezar el libro es la de Tolkien en El hobbit:
En un agujero en el suelo, vivía un hobbit. No un agujero húmedo, sucio, repugnante, con restos de gusanos y olor a fango, ni tampoco un agujero seco, desnudo y arenoso, sin nada en que sentarse o que comer: era un agujero-hobbit, y eso significa comodidad.
El objetivo de la primera frase no es asombrar, sino generar curiosidad: ¿qué clase de agujero era? (respondido en los dos primeros párrafos) y, sobre todo: ¿qué es un hobbit? (respondido en los siguientes). Con la primera frase, Tolkien siembra unos interrogantes que llevan al lector a seguir leyendo para encontrar las respuestas, facilitando la inmersión del lector, que cuando quiere darse cuenta va ya por mitad de la tercera página.
Un ejemplo de integración aún más claro es el comienzo del Quijote:
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lantejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantuflos de lo mesmo, y los días de entresemana se honraba con su vellorí de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años. Era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza.
Y corto aquí, aunque la descripción del protagonista se extiende cuatro párrafos. Y no voy a ponerme en ridículo analizando este fragmento, salvo en lo que tiene que ver con esta entrada: brillante como es el comienzo, Cervantes no busca con él impactar al lector, sino sumergirlo en la trama de la forma más sutil y rápida posible.
En esta línea que preconizo de comienzos coherentes y plenamente integrados en la narración tengo que destacar, una vez más, los de Merwyn Peake en Titus Groan y Gormenghast, por ser comienzos que extienden sus raíces durante decenas y cientos de páginas. Para cuando termina la presentación, ya estás enfrascado en la lectura de la novela. Consiguen cumplir de forma espectacular con una de las principales funciones de un principio: interesar al lector.
Lo que tienen los comienzos excepcionales es que son, precisamente, excepcionales. La obsesión por buscar uno no debería sobreponerse a las funciones que deben cumplir para ser buenos comienzos.